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LA HISTORIA REAL QUE INSPIRÓ INDIAN WAY
Principios del año 2005. Me encontraba visitando la gran ciudad de Bangalore, sur de India, una semana después del desastre del tsunami en el sudeste asiático. Al día siguiente de la catástrofe, cuando todavía estaba en la Fundación Vicente Ferrer en Anantapur, me telefonearon de la embajada española para saber si estaba sano y salvo. ¡Qué ironía! Tu país se preocupa por ti en las situaciones más insospechadas y crees, por un instante, que les importas. El funcionario de turno me informó que sería más seguro que dejase el país y volviese a España. Desde luego no deseaba seguir mi ruta turística. Me parecía inmoral continuar con mis vacaciones después de que miles de personas hubiesen perdido la vida a menos de 150 kilómetros de donde estaba. Mi viaje turístico se había visto truncado con el drama desastre. Pero volver a España… No sé, ¿para qué? Estaba en India y ahí debía seguir…
Estos pensamientos me rondaban la cabeza mientras deambulaba por el Cubon Park. Repentinamente la voz de un hombre me sacó de mi ensimismamiento. Aturdido observé a mi lado a un indio cincuentón de aspecto humilde que parecía reclamar mi atención; sin pensarlo dos veces metí la mano en bolsillo y agarré unas monedas para dárselas, presuponiendo que era un mendigo. Sonriendo el hombre meneó lateralmente la cabeza con el característico e indefinido estilo indio, indicándome que guardara mi dinero. Anthony, así se llamaba, sólo quería hablar, decía que tenía un problema muy grave y necesitaba contárselo a alguien. Así me lo espetó, sin circunloquios, con pasmosa e inusual franqueza. Al principio escudriñé a Anthony con desconfianza, pero enseguida me relajé. Acababan de hacerme la petición más honesta que había oído en mucho tiempo y eso me conmovió.
Anthony llevaba varios días durmiendo en la estación de tren. Obviamente no descansaba desde hacía mucho: tenía los ojos enrojecidos y parecía exhausto; la algarabía de la ruidosa India, el continuo trasiego de pasajeros y las repetitivas informaciones de llegadas y salidas de trenes por megafonía, le impedían conciliar el sueño. Caminábamos en medio de un paseo de grandes árboles milenarios mientras Anthony narraba de forma envolvente estos detalles de su dura cotidianidad. Llegamos frente a la estatua de Ghandi, cerca de una de las salidas norte del parque, y allí nos sentamos. Atardecía, el calor apabullante del día había amainado. Le dije a Anthony si quería beber o comer algo, yo invitaba.
Anthony negó agradecido, sólo necesitaba ser escuchado y continuó con su relato. Hacía una semana que había salido de Pondicherry recorriendo más de 300 kilómetros a pie. En Bangalore le habían prometido un puesto de trabajo en una fábrica textil. Pero a su llegada se enteró por los periódicos que una ola gigante había arrasado la costa sur, donde vivía su familia. Anthony no podía contactar con su mujer, eran muy pobres y no tenían ni móvil ni teléfono en la casa.
El hombre estaba desesperado; no sabía si sus seres queridos había sobrevivido a la catástrofe. Deseaba volver cuanto antes a Pondicherry, pero no tenía un duro para el viaje, ni a nadie a quién acudir o pedir ayuda. Estaba completamente solo en territorio desconocido.
Durante un par de horas seguimos conversando bajo la atenta mirada de la estatua de Gandhi.Anthony me habló largo y tendido de su familia: su hijo de 17 años quería estudiar ingeniería informática, fue él quien le había enseñado su inglés básico. Su hermosa hija de 12 años, muy traviesa y coqueta ella, soñaba con ser de mayor actriz de Bollywood. Cuando Anthony comenzó a hablarme de su esposa, su discurso se tornó apasionado y al mismo tiempo melancólico. Se habían casado muy jóvenes en una de las tantas bodas concertadas de la india. Anthony me explicó orgulloso que la amaba profundamente, a pesar de que otros hubiesen escogido por él a su propia esposa.
Al final me ofrecí para pagarle el billete de tren de vuelta a Pondicherry. Recuerdo vivamente como Anthony me miró, con sus grandes ojos negros, enrojecidos y cansados, pero chispeantes y llenos de vida. Saqué de mi cartera 200 rupias (menos de 3 euros) y se las entregué. Anthony las aceptó emocionado. Ahora ese dinero no era ya para él una limosna, sino un préstamo de un desconocido en una situación de emergencia. Me abrazó con todas sus fuerzas prometiéndome que me devolvería el dinero, que le escribiese mi dirección en Barcelona. Dije que no era necesario, esas pocas rupias eran un regalo.
Le pedí de vuelta que me escribiese su dirección en mi cuaderno de viaje, y así lo hizo. La historia que me contó Anthony en Cubon Park de Bangalore esa tarde del 2 de enero de 2005 es la historia que inspiró el guión de INDIAN WAY..
La historia que me contó Anthony en Cubon Park de Bangalore esa tarde del 2 de enero de 2005 es la historia que inspiró el guión de “Indian Way”. En 2012 volví a India. Busqué a Anthony en Pondicherry, pero las indicaciones de su dirección postal eran confusas y nunca más volví a saber de él ni del desenlace de su drama acontecido ocho años atrás.
El último recuerdo que tengo de Anthony es la de su imagen en medio de la multitud de una concurrida calle de Bangalore, dirigiéndose presuroso a la estación de tren, saludándome a la distancia, contento, ilusionado, lleno de esperanza.
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